La muerte
La automovilista (negro el vestido,
negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar
del mediodía parecía que en su tez se
hubiese detenido un relámpago) vio en el camino a una muchacha
que hacía señas para que parara. Paró.
— ¿Me llevas? Hasta el pueblo no más—
dijo la muchacha.
— Sube— dijo la automovilista. Y el
auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
— Muchas gracias— dijo la muchacha con
un gracioso mohín —pero ¿no tienes miedo de levantar por el
camino a personas desconocidas?
Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
— No, no tengo miedo.
— ¿Y si levantaras a alguien que te
ataca?
— No tengo miedo.
— ¿Y si te matan?
— No tengo miedo.
— ¿No? Permíteme presentarme— dijo
entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos
y enseguida, conteniendo la risa,
fingió una voz cavernosa—. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió
misteriosamente. En la próxima curva el auto se desbarrancó.
La muchacha murió. La automovilista
siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
Enrique
Anderson Imbert.