La carta robada (Fragmento)
Edgar Allan Poe
Nil
sapientiae odiosius acumine nimio.
Séneca
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre
había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin
verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para
encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo
saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo
sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó
Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la
oscuridad.
-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto,
para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía
rodeado de una verdadera legión de «rarezas».
-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a
nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no
sea otro asesinato.
-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto
muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por
nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los
detalles, puesto que es un caso muy raro.
-Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A
decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es
sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la
sencillez del asunto -observó mi amigo.
-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto,
riendo a carcajadas.
-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo
-dijo Dupin.
-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante
idea?
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido
hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.
-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto,
aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-.
Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto
exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas
podría costarme mi actual posición.
-Hable usted -dije.
-O no hable -dijo Dupin.
-Está bien. He sido informado personalmente, por
alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor
importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona
que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que
el documento continúa en su poder.
-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.
-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la
naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias
que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos;
vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de
pretender hacerlo al final.
-Sea un poco más explícito -dije.
-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su
poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente
valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.
-¿No? Veamos: la presentación del documento a una
tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un
personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio
sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo
amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el
ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se
atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La
forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en
cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada
mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la
leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente
persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después
de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla,
abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia
arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en
ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente
el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la
persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la
forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa,
la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve
entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se
levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La
persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en
presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha,
dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí
tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo:
éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.
-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así
obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un
punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la
necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse
abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha
encargado de la tarea.
-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto
torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más
sagaz.
-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es
imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.
-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la
carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha
posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en
esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del
ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse.
Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras
intenciones, lo cual sería muy peligroso.
Texto tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/la_carta_robada.htm allí puedes leer el texto completo
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