Carta a una señorita en París
Andrée,
yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto
por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado,
construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa
preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego
del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito
donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración
visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés
e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el
cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un
perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto,
ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué
difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden
minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia.
Cuán
culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa,
ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de
este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale
por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si
de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con
el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de
Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada
objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo
acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara,
destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase
por los ojos como un bando de gorriones.
Usted
sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo
parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a
París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un
simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga
de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero
no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me
parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque
llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y
hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas
haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día
lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es
como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de
la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama
que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y
segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado
antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a
explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre
me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas
constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me
lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para
no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y
estar aislado y andar callándose. Cuando siento que voy a vomitar un conejito
me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la
garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo
es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la
boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito
parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño,
pequeño como un conejillo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito.
Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los
dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico
contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del
hocico de un conejo contra la piel de
una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa
de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde
crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus
orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que
puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de
tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y segundo piso,
Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a
vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la
misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes,
había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal
vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el
problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa,
vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y
al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro...
entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un
hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y
propicio, yo aguardaba sin preocupación la
mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la
garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres
del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la
cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos
una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá
saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina.
Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar
tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido
aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas
rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos
salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un
conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una
presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una
noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado
y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar
el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá,
con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la
misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada
de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas
de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.) Al
cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba,
para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una
tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo
del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía.
Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es
un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo,
blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara
no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del
orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas
explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré
en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el
conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba,
solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme.
Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero
no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última
convulsión. Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un
conejito negro.
Y
dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de
amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa,
las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro.
Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y
el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva
mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por
dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la
bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol
y grandes rumores de la profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen.
Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos,
allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del
dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez
y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo,
pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio,
de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que
ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles,
el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos
transcurre ya la noche y el descanso.) Su día principia a esa hora que sigue a
la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas
de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es
que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo
solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo
salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban
mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran,
remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese
instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro
inútil en la mano –yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la
historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen
el trébol.
Son
diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón,
los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no
tiene luna, ni estrellas, ni faroles. Miran su triple sol y están contentos.
Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se
trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo
quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo
dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás
del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad
del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde
andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la
presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No
sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa
mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró
también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no
se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando
usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero
siempre así.
Le
escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de
ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes,
máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror,
Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis
noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un
concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e
ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y
cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso
me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea
verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco
los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara
no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana
lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda
la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa
-usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me
quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi
hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación
de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia,
quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado,
las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A
las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome
a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza.
Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido,
un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el
deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de
Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias
desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido
levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los
muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y
mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué
seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée,
querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve
en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo,
su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya
adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de
Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose
en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí
debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal
vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente
diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente
calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo
piso.
Interrumpí
esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en
su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día
siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el
intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle
que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo
quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado
de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé
para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen
once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o
al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en
cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me
importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa.
Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara
alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban
ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes –no
por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del
escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del
autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también
gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como
adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los
conejos.
He
querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de
la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se
levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de
juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los
destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa,
yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once
hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario,
trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir
once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el
amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y
acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros
sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos
salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el
otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros.
Autor: Julio Cortázar (Bruselas, 1914 - París,
1984)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu aporte, relevante para mi y para quienes se acercan a mirar el blog.